Hechos 20.16-24 “20 y cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, 21 testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo. 22 Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; 23 salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. 24 Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.”
El apóstol Pablo tenía un ministerio que cumplir y un mensaje que dar: predicar de la fe que salva. Sus palabras en el pasaje de hoy de Hechos 20 nos ayudan a entender el concepto fundamental de nuestra salvación. Pablo lo llamó “el evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20.24).
Somos salvos porque Dios es misericordioso. Nunca podríamos hacer suficientes buenas obras para salvar la brecha entre nuestro pecado y su santidad. Nunca podríamos cumplir los requisitos, en especial si consideramos cómo Cristo expandió el significado de la ley en el Sermón del monte (Mt 5–7). Pero la gracia es del todo diferente. No tiene nada que ver con nuestro mérito o desempeño, sino que se basa solo en el favor y el amor de Dios. Lo más notable es que el medio para nuestra salvación es solo a través de la fe. La gracia que Dios extiende es su regalo, no algo que le podamos agregar con nuestras obras (Ef 2.8, 9).
Alabado sea Dios por su plan maravilloso. Cristo pagó nuestra deuda de pecado con su muerte, y lo único que tenemos que hacer es creer en Él. Incluso después del momento de la salvación, la gracia de Dios sigue fluyendo. Nunca tenemos que preocuparnos de que no seamos lo suficientemente buenos y de que perderemos su favor. Su gracia es eterna.
Dr. Charles F. Stanley, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Atlanta y fundador de Ministerios En Contacto.