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A veces, la vida te entrega sus regalos en forma de personas. Gentes que llegan sin avisar, como el viento que cruza montañas y mares para acariciar tu rostro en un día de verano. Traen consigo un aroma a esperanza, un susurro de que no estamos solos, incluso cuando la distancia parece imponer su ley. Son esas almas que, sin pretenderlo, iluminan los rincones más oscuros, convirtiendo las sombras en destellos de luz. Personas especiales, que no necesitan palabras para decir todo lo que el corazón calla, porque su presencia trasciende el espacio y el tiempo.
Y a veces, no es la vida la que te las da, sino que son ellas las que te devuelven la vida. Como un río que fluye en dirección contraria, te llevan de vuelta a ti mismo, a ese lugar donde el tiempo se detiene y el alma respira. Te enseñan que la distancia no es más que una ilusión, un velo que se desvanece cuando dos corazones laten al unísono. Porque hay conexiones que no entienden de kilómetros, de fronteras o de silencios prolongados. Son lazos que se tejen en lo profundo, invisibles pero inquebrantables.
Son esas personas las que te recuerdan que vivir no es sólo existir, sino sentir, vibrar, latir al ritmo de los pequeños milagros. Te dan la vida no porque te la regalen, sino porque te ayudan a descubrirla dentro de ti, como un tesoro que siempre estuvo ahí, esperando a ser encontrado. Y aunque la distancia intente imponer su frío, su ausencia, su vacío, ellas te enseñan que el amor y la amistad verdaderos no se miden en pasos, sino en latidos.
Así, entre encuentros y desencuentros, la vida y las personas se entrelazan en un baile eterno. Unas te dan razones para seguir, otras te enseñan a crearlas. Y en ese intercambio silencioso, el corazón aprende que, al final, todo es un ciclo: a veces recibimos, a veces damos, y en ese vaivén, nos hacemos infinitos. Porque la distancia, al fin y al cabo, no es más que una prueba de que algunos abrazos no necesitan cuerpos para ser reales.
NM